Juan Manuel Chávez
Cuando era niño, era habitual escuchar a los mayores decir que “El fin justifica los medios”. Resonaba en los medios masivos, impregnaba nuestra visión del mundo e influenciaba en la manera con que nos educaban. Bajo esas cinco palabras, que así reunidas emanan poder y hasta elegancia, se daba a entender que todo vale para alcanzar los objetivos propuestos. Quizá este enfoque surgía de la pobreza imperante en el país, de tal modo que el máximo horizonte eran los resultados; darle un lugar de estimación a los procesos a medias o errados podía eternizar aquellas carencias.
En el siglo que nací, la escuela le prestaba atención a este parámetro. Tuve profesores que jamás calificaron el procedimiento ante una operación matemática, solo tenían ojos y puntajes para el resultado, siempre que resolviera la incógnita. “El fin justifica los medios”, en escala colegial. El todo o nada de mi niñez, trepó a mis estudios superiores. En la Universidad Nacional de Ingeniería, llené páginas con malabares algebraicos y paisajes geométricos que me reportaron un cero porque no di con el número o el trazo acertado, a pesar del conocimiento y dedicación que apliqué paso a paso. Mi desarrollo fue en aulas orientadas hacia el desenlace del meollo educativo, en desmedro del camino seguido en el aprendizaje.
Felizmente, la pedagogía se renueva y en la actualidad se justiprecian los objetivos, el proceso y los resultados. Es un mundo diferente que, a lo mejor, también está dispuesto a cuestionar la noción de que “El fin justifica los medios”. Y es que, por lo general, los medios son el fin: si los primeros son viles e ilícitos, inundarán con su ponzoña al segundo. Hay sociedades en que esto excede los hechos de uno u otro individuo, pues adopta la dimensión de sistema humano: lo arbitrario e inicuo como una forma de vida, lo corrupto que se normaliza. Contra ello, abundan los argumentos lógicos para distinguir lo bueno de lo malo; sin embargo, existe un proceso más visceral que el pensamiento y que opera desde los más pequeños hasta los mayores: las emociones. Quienes todavía no estamos corrompidos del todo, podemos experimentar en nuestro interior el aviso, fulminante e inevitable, de que una intención o una acción es indebida.
Las emociones sobrevienen y no mienten. Por tanto, además de enseñar a razonar, es preciso el entrenamiento en lo emocional para forjar el compás moral desde la edad más temprana. Advierte la matemática Eugenia Cheng que “las emociones son mucho más poderosas que la lógica, y son mucho más convincentes que cualquier otro método posible de justificación” (Cheng, 2021, pág. 332); entonces, apelar al temor, el asco o la alegría es básico. Con esto, la tarea didáctica consiste en guiar a las personas en formación para que actúen de acuerdo con las virtudes que sostienen a la sociedad; esto conlleva romper la burbuja del provecho individual para alimentar un sentido de comunidad.
Contra ese yo que se coloca sobre el nosotros, ustedes y ellos, dando la espalda al resto, ayuda que nos expongan a la diversidad desde pequeños; hablo de esa forma positiva de interacción en otros entornos culturales o étnicos, que no son un reflejo del nuestro ni similares. Esto permite vislumbrar que el mundo, lo correcto y la norma no es exclusiva de mí y los míos. Ahora bien, aunque no es equiparable el daño que produce la corruptela de un político que se beneficia con millonadas, a costa de la miseria ajena, y pedir un favor para recibir atención antes que los demás en algún sitio, por ejemplo, lo cierto es que ambas conductas provienen de una misma fuente: el deterioro de valores y prácticas que unían a la gente. Sostiene el filósofo Brian O’Connor que “la ética puede entenderse de manera adecuada como el proceso de identificar sobre qué deseos queremos actuar” (O’Connor, 2021, pág. 174). Y ahí está clave: cultivar el delicado arte de tomar decisiones. Después de reforzar el razonamiento y lo emocional, está la destreza de elegir con base en la justicia y una equidad sin excusas.
Todavía estamos a tiempo para hacer algo radical y transformador, extrapolando las mejores lecciones de la filosofía y la religión: rescatar el concepto de prójimo e inculcarlo desde la escuela. Insistía el biólogo Edward O. Wilson que “la creatividad es el rasgo único y definitorio de nuestra especie” (Wilson, 2018, pág. 12); por ello, ataviados de iniciativa e innovación, toca imaginar el futuro para hacerlo.
Así me aproximo al porvenir, aunque miro de reojo hacia atrás; aquel pasado desde el cual llega la expresión “El fin justifica los medios”. Para algunos, estas palabras se desprenden del tratado que escribió Nicolás Maquiavelo: El príncipe; para otros, la sentencia pertenece a Napoleón Bonaparte, en sus notas al libro. Lo que no deja dudas es lo remoto del enfoque. Afirmo esto, a sabiendas de que provengo de una época también remota: en 1977, un año después de mi nacimiento, se guillotinaba a un hombre en Francia. La vida cambia, es necesario que suceda para avanzar, tanto en lo que atañe a una máquina de matar como en lo concerniente a una expresión y visión que debería enterrarse en el panteón de los arcaísmos. A lo mejor, conviene ensayar una nueva versión: “Al fin, la virtud en medio”.
Referencias
Cheng, E. (2021). Mejor pensar. Barcelona: Blackie Books.
O’Connor, B. (2021). Elogio de la ociosidad. Un ensayo filosófico sobre el valor de no hacer nada. Badalona: Ediciones Kōan.
Wilson, E. O. (2018). Los orígenes de la creatividad humana. Barcelona: Crítica.
JUAN MANUEL CHÁVEZ (Lima, 1976). Escritor e investigador, colabora con OBS Business School de Barcelona en la elaboración de informes anuales, el último de los cuales se titula Migración pospandemia: los desafíos de la cohesión social. Entre sus libros más recientes destaca la novela juvenil El banquillo; en coautoría con Rosalí León-Ciliotta y publicada por Alfaguara, aborda cuestiones de corrupción en el ámbito escolar.